Alteróptica 2009 ///

domingo, 29 de enero de 2012

A propósito de la plataforma ALTERÓPTICA como política pública de educación en la ciudad de Armenia, para la producción de bienes creativos.




POLITICAS CULTURALES DE NACION EN TIEMPOS DE GLOBALIZACION

Tomado de la Web
Jesús Martín Barbero
Abril 2 de 2010



Al inaugurar la Cátedra de Políticas Culturales, que tiene como función de fondo poner a pensar al país sobre el papel de la cultura en la reconstrucción de un país asolado no sólo por la guerra de las armas sino por la violencia del miedo y la desconfianza entre sus conciudadanos, pienso que estoy abriendo la puerta a un proyecto que por primera vez en muchos años no quiere ser un "gran" plan aislado, sino la articulación de muchos y muy diversos proyectos, pues los anuda el primer Plan Nacional de Cultura y el Observatorio de Políticas Culturales, desde los cuales el ministerio busca convertir la cultura en un lugar estratégico para tejer ciudadanía y hacer posible un país en el que quepamos todos los colombianos.


PUESTA EN PERSPECTIVA: LA AUSENCIA DE RELATO NACIONAL
Por ser la primera cátedra me corresponde en cierta manera, aunque suene presuntuoso, poner un cimiento histórico a algo que tiene que ver eminentemente con el presente y el futuro del país, ya que no podemos hoy, y menos en Colombia, hablar de políticas culturales sin una renovación radical de la cultura política, al menos de la que ha sido la cultura política dominante. De ahí que comience mi reflexión a partir de varias preguntas y cuestiones que nos ha planteado uno de los analistas más lúcidos de la situación actual de Colombia, Daniel Pecaut, en una conferencia sobre el tercer sector pronunciada el año pasado en Cartagena -y que ha venido profundizando en sus últimos escritos-: lo que le falta al país, más que un "mito fundacional", es un relato nacional, esto es, un relato que posibilite a los colombianos de todas las clases, razas, etnias y regiones, ubicar sus experiencias cotidianas en una mínima trama compartida de duelos y de logros. Un relato que deje de colocar las violencias en la subhistoria de las catástrofes naturales, la de los cataclismos, o los puros revanchismos de facciones movidas por intereses irreconciliables, y empiece a tejer el relato de una memoria común, que como toda memoria social y cultural será una memoria conflictiva pero anudadora. Es la gran diferencia entre la memoria artificial y la memoria cultural, pues ésta siempre opera tensionada entre lo que recordamos y lo que olvidamos, ya que tan significativo es lo uno como lo otro. Colombia necesita un relato que se haga cargo de la memoria común, aquella desde la que será posible construir un imaginario de futuro que movilice todas las energías de construcción de este país, hoy dedicadas en un tanto por ciento gigantesco a destruirlo.

La ausencia de relato nacional remite, en primer lugar, a la historia de "la violencia de la representación", que es, según Cristina Rojas -cuya tesis de doctorado ya se publicó en inglés y la está editando actualmente Norma-, aquella violencia estructural a partir de la cual se construyó el Estado en Colombia: un Estado en cuyos discursos fundacionales la exclusión de los indígenas, los negros y las mujeres fue radical. Y lo fue en la medida misma en que la diferencia era afirmada únicamente en su irreductible y negativa alteridad. En un seminario sobre Colombia, organizado por el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Stanford en el mes de abril, que significativamente se tituló "Pensar en medio de la tormenta", di una conferencia sobre "Culturas de la violencia" en la que, refiriéndome a la noción de ciudadanía que excluyó a la mayoría de la población, cité dos frases: una de José María Samper, en El ensayo sobre las revoluciones políticas, de 1861, y otra de Florentino González, un moderado liberal, candidato a la presidencia de la república en 1848. Dice José María Samper: "La política tiene su fisiología, permítasenos la expresión, como la tiene la humanidad y sus fenómenos, pues ellos obedecen a un principio de lógica inflexible, lo mismo que los de la naturaleza física (...) La democracia es el gobierno natural de estas sociedades nuestras en las que cada grupo social obedece a las leyes de su fisiología y su geografía". Y Florentino González escribió: "Lo que tenemos es una democracia ilustrada, en la que la inteligencia y la propiedad dirigen los destinos del pueblo". En otras palabras, la colombiana se representa a sí misma como una sociedad en la que la exclusión del pueblo, o sea las mayorías, se legitima en su carencia de inteligencia tanto como de propiedad. Pensar nuestra cultura política implica arrancar de ahí, de esa violencia originaria en que se funda la recortada representación del país que cabía en sus primeras figuras de nación independiente.

En segundo lugar, la violencia de la representación cimentó, hasta bien entrado el siglo XX, una concepción del mestizaje como proceso de blanqueamiento de las razas inferiores, puesto que civilizar esas razas significaba que los negros dejaran de ser negros y los indígenas dejaran de ser indígenas. El no blanco o se transmutaba en lo más parecido a un blanco macho o desaparecía. Y en tercer lugar, la violencia de la representación marcó a fuego la constitución misma de los partidos liberal y conservador. Según Cristina Rojas, ambos partidos se concibieron a sí mismos como mutuamente excluyentes, ya que cada uno era "el doble del otro", lo que vino a hacer imposible, a anular, el espacio común en el que puede adquirir sentido la diferencia entre liberal y conservador. Si cada partido era la negación del otro, no había un terreno común que compartieran y sólo a partir del cual se diferenciaban. Cada partido nació y durante muchos años fue la negación del otro, con lo que aquí también la representación del otro implicaba la justificación de su exclusión.

Hoy día, la ausencia de un relato nacional incluyente de los ciudadanos del común, no retórica sino realmente, se expresa en una imagen de Colombia propuesta por Pecaut, y que me resulta tan expresiva como estremecedora: la de un país atrapado entre la retórica vacía de los políticos y el silencio de los guerreros. Pocas imágenes tan certeras de la complicidad y correspondencia entre las dos trampas que moviliza la guerra. Los políticos atrapados en su habladuría, incapaces de hacerse cargo de la complejidad de los conflictos que vive Colombia, de la envergadura sociocultural de sus demandas y de los modos como el país quisiera ser reconocido regional, racial y psíquicamente. Y junto a esa inflación de la palabra política -y a más inflación, menos valor-, junto a tanta palabra hueca, se alza el silencio de los guerreros. Ese que manifiesta el hecho de que la inmensa mayoría de los miles de asesinatos que aquí se producen cada año no sean reclamados, no merezcan ser reivindicados, es decir, no tengan relato. Se tiran los cadáveres en el campo, al borde de las carreteras, o en las avenidas urbanas, y lo único parecido a una palabra son las marcas de la crueldad sobre los propios cuerpos de las víctimas. Silencio tenaz de los guerreros de un bando y de otro, y del otro también. Silencio tanto o más sintomático que la impunidad, pues el que no exista una palabra que se haga cargo de la muerte infligida tiene quizás una resonancia más ancha que el hecho de que no se juzgue al asesino, ya que habla del punto al que ha llegado la ausencia de un relato mínimo desde el que podamos dotar de algún sentido la muerte de miles de conciudadanos.

¿Cómo responsabilizarnos entonces de nuestros errores y nuestros fracasos, si no compartimos el discurso en que podríamos nombrarlos? ¿Cómo compartir duelos si ni siquiera podemos llorar juntos, que es aquel mínimo sin el cual no hay comunidad que subsista? Ahí radica la gravedad última de una situación en la que hasta la lectura que de ella hace la clase pensante, los intelectuales y las ciencias sociales, en lugar de contribuir a tejer convergencias, tiende aun a fragmentar y polarizar la sociedad, ya que no hemos logrado poner en común una lectura en la que sea posible dirimir hasta dónde llega lo tolerable y comienza lo intolerable. Los intelectuales no estamos proporcionando a este país una lectura de la situación -no confundir con coyuntura- que ayude a la gente a ubicar su cotidiana experiencia de dolor, tanto como los retazos de sentido que alientan nuestra esperanza.

Y que el país vive un momento realmente límite, en que el papel de las gentes de la cultura debería estar dedicado a tejer un mínimo relato del sentir común, lo demuestran hechos como éste. Ayer Julio Sánchez Cristo entrevistó en su programa matinal de radio a un representante de la Coca-Cola colombiana y a un representante del sindicato del acero de Estados Unidos. Yo sabía, por informaciones de la cadena de televisión CNN, que hay una acusación de que varios sindicalistas de Coca-Cola han sido perseguidos, chantajeados e incluso asesinados por paramilitares, en complicidad con la empresa. Y quien ha hecho esa denuncia ha sido el sindicato del acero de los Estados Unidos, uno de los más poderosos de ese país. Cuando el periodista le preguntó al sindicalista norteamericano "¿Y por qué un sindicato tan fuerte de Estados Unidos se pone a pelear por unos humildes trabajadores de una planta de Coca-Cola en Colombia?", la respuesta indignada del director del sindicato fue "Porque de cada cinco sindicalistas que mueren asesinados en el mundo, tres lo son en Colombia. ¿Le parece suficiente la razón?". Y me pregunto yo: ¿qué nos va a parecer a nosotros, intelectuales, académicos, artistas, trabajadores todos de la cultura, suficiente razón para volcar nuestro trabajo en la articulación de discursos que tejan un relato común?

Otro de los hechos que más han gravitado sobre la violencia de la representación que arrastra Colombia han sido sus muy diversas formas de ensimismamiento y aislamiento. Primero, fue un país que se confundió con la capital, y que hasta los años cincuenta no incorporó culturalmente sino el espacio andino, detestando y desconociendo todas aquellas otras culturas que, como las que evidenciaban las músicas y las narrativas de la costa del Caribe o del Pacífico, sonaban lujuriosas y pecaminosas a los hipócritas oídos de los detentadores de la cultura y la moral oficial del país que se veía desde Bogotá. Del mismo modo que negaba carta de modernidad a lo que no llegara a Colombia vía las provincianas élites del altiplano. Ensimismado aislamiento que sigue operante en muchas formas todavía pero del cual nos han sacado brutalmente las muy colombianas redes del narcotráfico, que ha sido nuestra peculiar manera de entrar en la escena mundial y de poner a Colombia en la economía global. Por eso no podemos pensar lo que pasa en este país ni entender la guerra que estamos viviendo, o estas guerras, sin ubicar el narcotráfico en las particularidades de nuestra cultura mafiosa, esa que Alonso Salazar describe en La parábola de Pablo y la que encuentra sus raíces tanto en la cultura del contrabando como en cierta cultura empresarial y política del país. Indispensable libro el de Salazar, ya que es de los pocos que entretejiendo discursos muy diversos pone en relación muchas cosas que parecían aisladas y dispersas, contribuyendo así a la construcción de ese relato en que nos veamos juntos los colombianos.



LA GLOBALIZADA DESUBICACIÓN DE LO NACIONAL Y LO CULTURAL
La ausencia de relato nacional remite a su vez a la fragilidad y deslegitimidad que ha padecido el Estado, fragmentado en multiplicidad de dimensiones y debilitado históricamente por la incapacidad de ambos partidos de crear un espacio público nacional, lo que hoy se ve agravado por las tendencias de construcción de un mundo que desubica a la nación al transformar las condiciones de existencia del Estado. Como lo ha planteado el brasileño Renato Ortiz, las naciones no van a desaparecer, pero sus condiciones de existencia ya no son ni serán las mismas. Esto nos exige una mínima reflexión sobre esa otra cara de nuestra situación, esa mezcla de pesadillas y esperanzas que es la globalización, para lo cual voy a partir de un texto que se publicó hace muy pocos días en el periódico El País, de Madrid, firmado por uno de los pensadores centroeuropeos más lúcidos, una especie de Max Weber polaco, exiliado en Inglaterra, Zigmun Bauman, quien escribe: "Globalización significa que todos dependemos ya unos de otros. Las distancias cada vez importan menos, lo que suceda en cualquier lugar puede tener consecuencias en cualquier otro lugar del mundo. Hemos dejado de poder protegernos tanto a nosotros como a los que sufren las consecuencias de nuestras acciones en esta red mundial de interdependencias". El Estado nación fue una ruptura con las anteriores formas de organización política, económica y cultural, un quiebre en línea de continuidad entre la comunidad orgánica de las culturas locales y la sociedad del Estado nacional, que es lo que pioneramente planteó en Latinoamérica ese gran pensador que murió hace dos semanas, el geógrafo brasileño Milton Santos, cuando afirmó que lo global no hace continuidad con lo internacional, pues no responde a una nueva forma de integración de las naciones-Estado sino a la emergencia de otra realidad sociohistórica, el mundo, constituido así en el gran desafío de las ciencias sociales, en su nueva categoría central de pensamiento.

Y ahí se sitúa también la reflexión de un pensador hindú que lleva muchos años en Nueva York abriéndonos algunas de las perspectivas más esperanzadoras sobre la globalización: Arjun Appadurai. Appadurai ha escrito últimamente que los flujos financieros, culturales o de derechos humanos se producen en un movimiento de vectores que hasta ahora fueron convergentes por su articulación en el Estado nacional, pero que en el espacio de lo global son vectores de disyunción. Es decir, que aunque son coetáneos e isomorfos en cierto sentido, esos movimientos potencian hoy sus temporalidades con los muy diversos ritmos que los cruzan en muy diferentes direcciones, lo que constituye un desafío colosal para unas ciencias sociales que siguen siendo todavía profundamente monoteístas, creyendo que hay un principio organizador y compresivo de todas las dimensiones y procesos de la historia. Claro que entre esos movimientos hay articulaciones estructurales, pero la globalización no es ni un paradigma ni un proceso, es una multiplicidad de procesos que se cruzan y se articulan entre sí pero que no caminan en la misma dirección. Esto lleva a Appadurai a plantear la necesidad de construir a escala del mundo lo que él llama una globalización desde abajo: un esfuerzo por articular la significación de esos procesos justamente desde sus conflictos, articulación que se está produciendo en la imaginación colectiva ya actuante en lo que él llama "las formas sociales emergentes" desde el ámbito ecológico hasta el laboral, y de los derechos civiles a las ciudadanías culturales. Porque la imaginación, dice Appadurai, ha dejado de ser un asunto de genio individual, un modo de escape a la inercia de la vida cotidiana o una mera posibilidad estética, para convertirse en una facultad de la gente del común que le permite pensar en emigrar, en resistir a la violencia estatal, en buscar reparación social, en diseñar nuevos modos de asociación, nuevas colaboraciones cívicas que cada vez más trascienden las fronteras nacionales. Appadurai dice textualmente: "Si es a través de la imaginación que hoy el capitalismo disciplina y controla a los ciudadanos contemporáneos, sobre todo a través de los medios de comunicación, es también la imaginación la facultad mediante la que emergen nuevos patrones colectivos de disenso, de desafección y cuestionamiento de los patrones impuestos a la vida cotidiana y a través de la cual vemos emerger formas sociales nuevas, no predatorias como las del capital, formas constructoras de nuevas convivencias humanas".

La imaginación se concibe como un entrelazamiento de procesos muy diversos -velocísimos como los de las finanzas, lentísimos como los de las culturas, a mediano ritmo como los de los derechos humanos-, donde se ubica el hecho más nuevo: la cultura -el procesamiento de signos y símbolos-, convirtiéndose en fuerza productiva directa (Castells) y en lugar estratégico de comprensión de la envergadura de la globalización. Para resaltar la novedad que introduce ese cambio, acudo a una imagen propuesta hace muchos años por Peter Berger, un crítico de cultura inglés: cuando en la Inglaterra y la Francia del siglo XVIII emerge la burguesía, hay un lapso en el que ella sigue imitando ciertas costumbres de la aristocracia: así por ejemplo, los burgueses se hacían pintar delante de sus palacios, con sus mujeres luciendo vestidos de enormes escotes, cuya función era mucho menos erótica que económica -al exhibir múltiples y lujosos collares y joyas, lo que el escote hacía era hablar de la riqueza de su esposo y señor-, pero hubo un momento en el que la burguesía quiso dejar de ser el objeto pintado para llegar a ser el lugar desde el que mira el pintor. Esa imagen de Berger nos pone en perspectiva el cambio que atraviesa un capitalismo que, al tornarse mundo, ya no ve en la cultura tanto y sólo un objeto por rentabilizar sino el lugar del sentido, que es el lugar que el mercado pretende ocupar al ponerse a sí mismo -su lógica y su escenografía, esto es, sus figuras de producción y sus imágenes de consumo- como fuente de significación de la vida en común. Castells lo ha escrito muy claro, ahora sí vamos a saber lo que es el capitalismo, la vocación mundial del capitalismo que Marx ya entrevió: el capitalismo se hace mundo cuando se torna cultura; es a eso que apunta la sociedad del conocimiento o de la información. Lo que no tiene nada que ver con la facilona y falaz afirmación o pseudoprofecía de que vamos hacia una cultura homogénea y global. Ni con el Estado-nación desaparecieron las culturas locales -cambiaron sí sus condiciones de existencia-, ni con la globalización va a desaparecer la heterogeneidad cultural; lo que constatamos por ahora es más bien su revival y su exasperación fundamentalista. No podemos volver a reducir la cultura a ideología, que es una de sus dimensiones, pero sólo una. Ahora las pretensiones del capitalismo han dado un salto cualitativo: convertir al mercado en el lugar de producción del lazo social mismo. Y en ese sentido tenemos que entender las mutaciones que se inician: no estamos en una época de cambios -en eso llevamos más de un siglo- sino en un cambio de época. Uno de los más lúcidos historiadores contemporáneos, Roger Chartier, ha escrito que si queremos entender la revolución que introduce la escritura electrónica no podemos compararla con la imprenta, ya que con lo que hay que compararla es con el invento del alfabeto. Y eso lo dice un historiador de las mentalidades y la lectura, no un ideólogo celebrador de las maravillas de la tecnología, como Negroponte. Pues además de que la invención de la imprenta posibilitó la difusión de un ya viejo invento, el libro, hasta entonces privilegio de minorías, la imprenta no existió durante siglos ni para África ni para Asia y menos para Oceanía, mientras que la revolución electrónica, como el descubrimiento del alfabeto, afecta al mundo entero, es de otra envergadura.



EL NUEVO LUGAR DE LA CULTURA EN LA SOCIEDAD
La globalización transforma el lugar de la cultura en la sociedad, primero, colocando a la cultura en la base y la expresión de los más fuertes conflictos: las guerras más feroces que se viven hoy -desde el estallido de la Unión Soviética que acompaña a la disolución del socialismo real, hasta los de los Balcanes, pasando por los del país vasco, de los tamiles en Sri Lanka o del Dalai Lama frente a China- son guerras culturales. Esto cual no quiere decir que sean sólo culturales, sino que el hecho cultural-identitario articula razones históricas de no reconocimiento a largas situaciones de inferioridad social, subdesarrollo económico y exclusión política.

Bien, para entender esta revolución en la cultura debemos asumir que hoy identidad significa a la vez dos cosas completamente distintas y hasta ahora radicalmente opuestas. Hasta hace muy poco decir identidad era hablar de raíces, raigambre, territorio, tiempo largo, memoria simbólicamente densa. De eso y solamente de eso estaba hecha la identidad. Pero hoy decir identidad implica también -si no queremos condenarla al limbo de una tradición desconectada de las mutaciones perceptivas y expresivas del presente- hablar de redes, flujos, movilidades, instantaneidad, desanclaje. Antropólogos ingleses llaman a eso hoy moving roots, raíz móvil o, mejor, raíces en movimiento. Para mucho del imaginario sustancialista y dualista que todavía influye en nuestra antropología, nuestra sociología y nuestra historia, esta metáfora resultará inaceptable, y sin embargo en ella se vislumbra alguna de las dimensiones más fecundamente desconcertantes del mundo que habitamos. Otro antropólogo, Eduard Delgado, apunta en esa dirección cuando afirma que "sin raíces no se puede vivir pero muchas raíces impiden caminar".

El nuevo imaginario relaciona identidad mucho menos con mismidades y esencias y mucho más con narraciones, con relatos, para lo cual la polisemia en castellano del verbo contar es largamente significativa. Contar es tanto narrar historias como ser tenidos en cuenta por los otros, lo que significa que para ser reconocidos necesitamos contar nuestro relato, pues no existe identidad sin narración ya que ésta no es sólo expresiva sino constitutiva de lo que somos. Tanto individual como colectivamente, pero sobre todo en lo colectivo, muchas de las posibilidades de ser reconocidos, tenidos en cuenta, contar en las decisiones que nos afectan, dependen de la veracidad y legitimidad de los relatos en que contamos la tensión entre lo que somos y lo que queremos ser. Que nadie confunda esto con la maldita obsesión por la "buena imagen" que tanto preocupa a los políticos y a muchos comunicadores colombianos como si se tratara de la "honra familiar" que a toda costa, y con la mayor hipocresía, debemos defender. De lo que estoy hablando no es de hacer show ni espectáculo de lo mejor que creemos ser sino del relato que nos cuenta, esto es, que da cuenta de lo que somos. Esto no implica tampoco ninguna pretensión positivista de objetividad o realismo: hay más historia y "verdad" de Colombia en Cien años de soledad o en La virgen de los sicarios que en la mayor parte de los manuales que se estudian en las escuelas.

Lo complicado, y a la vez maravilloso, es que hoy día nuestras identidades se ven atravesadas por una heterogénea multiplicidad de narrativas y se expresan en ella. Y esa multiplicidad de narrativas tiene mucho que ver con la multiplicidad de redes en las cuales las propias identidades se insertan ahora. Nuestras identidades están trenzadas y se hallan tejidas por una diversidad de lenguajes, códigos, escrituras y medios que, si por una parte son hegemonizados, funcionalizados y rentabilizados por lógicas de mercado, por otra abren inmensas posibilidades de subvertir esas mismas lógicas desde las dinámicas del arte y las contradicciones que movilizan las nuevas redes intermediales. Por más que los apocalípticos -del último Popper a Sartori- atronen con sus lúgubres trompetas nuestros ya fatigados oídos, ni las redes ni la densidad de sus visualidades y sonoridades son sólo mercado y decadencia moral; son también el lugar de emergencia de un nuevo tejido social, de un novísimo espacio público, de un nuevo rostro de la sociedad. Desde la contradicción que ha convertido los perversos videos de Montesinos en la más mortal trampa para él y sus secuaces, y en un colosal instrumento de lucha contra la corrupción en Perú, hasta la resonancia y legitimidad mundial que la presencia en la red del Comandante Marcos ha generado para su utopía zapatista, son muchos los hechos que demuestran las posibilidades emancipadoras que pasan por las nuevas narrativas y redes. Ahí está el "pueblo de Seattle", como se autodenominan muchos globalifóbicos, subvirtiendo el sentido que el mercado capitalista quiere dar a Internet, y contándonos por esa red los extremos a que está llegando la desigualdad en el mundo, el crecimiento de la pobreza y la injusticia que la orientación neoliberal de la globalización está produciendo en el mundo, especialmente en nuestros países. Mientras Microsoft y otros buscan monopolizar las redes, montones de gente, que son a la vez una minoría estadística para la población del planeta, son también una voz disidente con presencia mundial, cada día más incómoda para el sistema y más aglutinante de luchas y búsquedas sociales, de puesta en común de experiencias investigativas y creatividades artísticas. No olvidaré nunca un acontecimiento que fue estratégico para Colombia: la matanza de ciento ochenta campesinos en el municipio de Riofrío (Valle del Cauca) por la perversa convergencia de paras, narcotraficantes y algunos miembros del ejército y de la policía. La denuncia hecha por una ONG local entró en red con otras de ONGs extranjeras, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, y ante la resonancia mundial del hecho el presidente de Colombia tuvo que destituir a un general. Lo que se contó encontró en las redes la fuerza capaz de motivar un hecho político de la envergadura que aquello tuvo para el país: eso que he llamado el nuevo espacio público es lo mismo que en la densidad de su protesta mantuvo meses a Pinochet preso en Londres y en el que cada día se trenzan nuevos tejidos sociales, allí mismo donde las fuerzas del capital agrandan y consolidan su poder y su negocio.

Los cambios en el lugar que ocupa la cultura en la sociedad le plantean un especial desafío al Ministerio de Cultura: sus responsabilidades en la transformación del sistema educativo. Ya sé que eso suena a voluntarismo idealista frente a la fuerza politiquera de los feudos ministeriales y la inercia de la buro-tecnocracia que vive de aquélla. Pero es que sin poner en marcha las transformaciones que permitan al sistema educativo hacerse cargo de las nuevas configuraciones y el nuevo lugar de la cultura en la vida social, la acción del Mincultura seguirá siendo algo esporádico y coyuntural. Esos cambios entrañan una nueva concepción de cultura, liberada de su reducción a lo artístico-literario para incluir en ella el conocimiento, la creatividad y la innovación que anidan en la ciencia y la tecnología. ¿A qué mapas laborales responde, y qué futuro proyecta para el país, la educación hoy -desde la primaria hasta la universitaria- si la investigación científica y la innovación tecnológica no hacen parte de lo que los jóvenes tienen por cultural y valoran como tal? La cuestión es demasiado decisiva para dejarla en manos de meros y eternos reformadores de currículo, la cuestión es estratégicamente cultural tanto en el sentido antropológico -¿qué culturas del aprendizaje, del trabajo, de la organización, tienen nuestras escuelas?- como sociológico: ¿qué actores sociales son más movilizables en ese campo?, ¿qué dimensiones de lo escolar resultan más afectadas estructuralmente por los cambios?, ¿qué experiencias locales (en Neiva o en Barracabermeja) abren brecha y señalan pistas? Y por más que rechinen los bien engrasados goznes de la llamada administración, eso es competencia de aquel ministerio a cuyo cargo se hallan la cultura y las culturas del país.



PARA NO CONCLUIR SINO PARA PONERNOS A CAMINAR
Mucho de lo que acabo de plantear como horizonte, tanto conceptual como político, choca de bruces con la mentalidad maniquea en que desde bien chiquitos nos maleducó el cristianismo y, en no pocos, reforzó después el marxismo: la configuración dualista de nuestros mapas mentales oponiendo sin mediaciones -o "medias tintas", como decían los moralistas de una y otra iglesias- el bien y el mal, lo alto y lo bajo, lo blanco y lo negro, el orden y el desorden, la paz y el conflicto. Y ello en tal forma que toda diferencia importante se convertía automáticamente en ocasión de dominio: del adulto sobre el niño, del hombre sobre la mujer, del blanco sobre el indígena o el negro, del normal sobre el anormal, del verdadero Dios (mayúsculas) sobre los falsos dioses. Era toda otredad no asimilable o cooptable la que la mentalidad dualista legitimaba desconocer, despreciar y hasta destruir, mientras hoy se va abriendo camino en el mundo una mentalidad radicalmente distinta: esa que propugnan Edgar Morin con su idea de complejidad, Boaventura dos Santos con su idea de experiencia, Ulrich Beck con su idea de sociedad del riesgo, o Michel Serres con el pensamiento de lo que está entre, del tercero incluido, que es como se hace pensable una sociedad de mercado que ni se agota en él, como pretenden los neoliberales, ni existe sin él, como sueñan no pocos globalifóbicos. Reducir la sociedad al mercado es tan absurdo como ignorar que el mercado hace parte de la sociedad. Y lo que necesitamos pensar para poder intervenir políticamente son las diferencias entre las redes duras del capital financiero internacional y sus aliados -Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional- y las redes blandas que conectan las industrias culturales con las culturas locales y sus medios independientes o comunitarios de radio, de televisión, de Internet. Porque por ahí pasa la otra diferencia que tensiona y dinamiza la relación entre las redes del mercado y las redes de la sociedad. Que por las redes blandas pasan tensiones que producen cosas extrañas lo atestigua el debate de la semana pasada en CNN en el que se cuestionó radicalmente a las empresas Kodak y Philips, ya que después de despedir treinta mil empleados el año antepasado no han logrado mejorar para nada su situación y posición en el mercado, por lo que se cuestionaba que la Kodak fuera a despedir este año otros diez mil. O el debate entre expertos norteamericanos y latinoamericanos en el que cuestionan en su mayoría desde ambos lados el "modelo Cavallo", que agotó a la Argentina después de vender todo y de facilitar el robo de otro tanto.

¿Dónde hay que ubicarnos entonces actualmente para pensar y diseñar políticas culturales? Pues si ya no podemos pensar el Estado por fuera de lo global, tampoco podemos pensar la nación por fuera de América Latina; ya no podemos pensar la nación como sujeto si no es dentro de un sujeto más ancho, como lo es el espacio cultural latinoamericano. Pero en ese espacio ya no caben las inmediatistas políticas de gobierno, necesitamos que desde cada país se tracen políticas de Estado, esto es, a largo plazo y articulables en proyectos de integración cultural y política. Ahí se concreta el desafío de hacer unas políticas culturales capaces de entender que los flujos globales producen problemas que se manifiestan en formas locales, pero cuyos contextos desbordan los espacios nacionales. Y pensando en estas cosas me encontré en estos días releyendo un texto de Estanislao Zuleta en su libro Democracia, violencia y derechos humanos, un pequeño texto que él escribió cuando era asesor de Belisario Betancur, en el que dice: "¿Qué tiene Colombia de identidad cultural? Pues si realmente nuestra cultura es la ranchera, el tango y la salsa, para decir qué somos los colombianos lo primero que tenemos que decir es lo que somos de latinoamericanos. Es a partir de definirnos como latinoamericanos, y añadiéndole algunas cositas, como podemos definir a los colombianos". Extraño intelectual Estanislao Zuleta, que sin haber salido del país, casi ni de Medellín y Cali, tuvo sin embargo una visión tan poco colombianista pero tan certera de cuál era nuestro horizonte cultural como nación, esto es, el de la "patria grande", ancho y diverso pero el único capaz hoy de permitir insertarnos como sujetos y actores en el espacio/mundo. La construcción de ese espacio, a la vez originario y nuevo, sólo será posible si a la integración económica la sostiene por dentro un proyecto político y cultural. Espacio y proyecto desde el que cada país pueda procesar las tensiones entre lógicas globales y resistencias, subversiones, recreaciones locales. Lo fácil es pensar, folclóricamente, la recuperación de lo propio contra la hegemonización global, tan fácil como inútil. Seguir pensando lo propio como la negación de lo extranjero es lo que ha hecho de Colombia un país sin migraciones durante todo el siglo XX: no hay otro país de América Latina que haya tenido menos migraciones en el siglo XX que Colombia. Y estoy convencido de que esa falta de migrantes, esa falta de otros, es una de las causales de nuestra violencia, de nuestra intolerancia, de nuestra incapacidad para saber convivir.

Por eso es tan estratégico retomar la clave del proyecto que Juan Luis Mejía tuvo para el Ministerio de Cultura a través de sus diálogos de nación: pasar de la afirmación de la multiculturalidad a la construcción de la interculturalidad. Porque quedarnos en Colombia hoy, solamente afirmando las diferencias, la diversidad, en el momento de desgarramientos e intolerancias que vive el país, puede acabar haciéndoles el juego al gueto, a nuevos ensimismamientos, a otras divisiones del país. Necesitamos que en el mismo movimiento en que se afirme la diferencia se afirmen también la reciprocidad y la solidaridad. Pues como lleva años planteando Ernesto Laclau, no hay posibilidad de exigir respeto para uno mismo sin que el respeto cubra a la vez al otro al que se lo exigimos. Por eso, insiste Laclau, una cosa es el universalismo etnocéntrico de las instituciones, incluidas a veces la ONU y la propia Unesco, y otra la imposibilidad de afirmar los derechos de un grupo particular, sin que esos derechos se inserten en algún horizonte de universalidad de lo humano. Los ingleses, que han tenido una de las concepciones más profundamente democráticas de la cultura nacional, llaman common culture la mezcla en castellano de la cultura común y cultura del común. Desde que llegué a Colombia me encantó el uso que se ha hecho en la historia colombiana del común que encarnaban los comuneros. Y es rescatando hacia el futuro la cultura del común que quiero proponerle al ministerio la elaboración de un calendario festivo que teja otra temporalidad, que relea y reescriba la historia de Colombia para que haya un calendario en el que quepa todo aquello, que catalice en un personaje o un evento la memoria festiva de los negros del Pacífico y del Caribe, de los indígenas de las serranías de Santa Marta y de los guajiros. Un calendario ya no de patriotismos sino de actores culturales llanos pero vigentes, que ponga a comunicar al país entero desde cada rincón con el centro y viceversa. Un calendario cultural para celebrar en todas las escuelas del país y en todas las instituciones de cultura, incluidos los medios de comunicación, que también son no sólo industrias sino instituciones culturales.

Todo esto me lleva a esbozar una línea clave de política para la nueva andadura del Plan Nacional de Cultura: hay que trazar -junto con el nuevo calendario- el mapa colombiano de los derechos/deberes culturales. Un mapa que a la vez que dibuje el contorno de las diferencias, de la diversidad, configure los derechos a la reciprocidad, la complementariedad y la solidaridad. Ello incluye el derecho a la autonomía cultural, que es el derecho a la autogestión, ya que así como hay culturas musicales o dancísticas, hay también culturas organizativas, de gestión. Y esas autonomías nos están convocando a la construcción de una nueva institucionalidad para la cultura. Un Ministerio de Cultura necesita desbordar la institucionalidad oficial/patrimonial e imaginar otras formas de institucionalidad en las que quepan las culturas vivas y las nuevas modalidades de autoría y creatividad. El futuro del Observatorio de Políticas Culturales pasa en gran medida por crear una institucionalidad mestiza del Estado con la academia pública y privada y con sectores independientes, una especie de fundación que libere a esta entidad de los continuos avatares a que lo sometería la sola adscripción al ministerio, y le permita dotarse de autonomía para darle seguimiento al Plan Nacional de Cultura, evaluándolo, cuestionándolo y rehaciéndolo por el camino, para que se vaya readecuando a lo que está pasando en el país. Se necesitará entonces una institución fuerte y a la vez flexible, que tenga visión de conjunto y formas de presencia en las diversas regiones. Ahora bien, la autonomía no puede pensarse en abstracto sino en los entornos, en los ambientes que le proporcionan sustentabilidad. El desarrollo cultural de las comunidades también necesita ser sostenible: potenciador de las capacidades propias y asentado sobre recursos renovables desde dentro. La sustentabilidad implica al tiempo corresponsabilidad e invención. Lo que se liga con el derecho a la expresividad, a que cada pueblo se exprese en sus propios lenguajes, narrativas e imaginerías. Yo tengo a ese respecto una batalla perdida durante 25 años con Colcultura y con el ministerio. ¿Cómo es posible que cuando se dan los premios nacionales de narrativa, los mitos indígenas deban galardonarse sólo cuando son convertidos en libros y no en el lenguaje de su oralidad cultural? Pues, siendo como es la cultura oral la cultura cotidiana de las mayorías, esos mitos indígenas deberán llegar primero en la propia voz -grabada- de los indígenas para que los niños colombianos de todo el país oigan, tengan la experiencia sonora de esos otros idiomas que también hacen parte de la cultura común. Y que después se graben en la oralidad del castellano para que podamos escuchar las diferencias de ritmos y cadencias. Sólo después deberían convertirse en libro. Sólo abiertos al desafío de la expresividad oral podremos entender lo que el año pasado descubrió la antropóloga Jeanine El'Gazi, coordinadora de los proyectos de radio del ministerio, a través de una encuesta sobre el intercambio de programas con otras emisoras comunitarias de América Latina: ¡el programa que más gustó a ciertos grupos indígenas de Colombia fue un programa sobre rock hecho por jóvenes de Buenos Aires. Sin duda el país que se expresa en esa encuesta es muy distinto del de los estereotipos, los prejuicios y las intolerancias que no nos dejan convivir en paz.